jueves, 14 de mayo de 2015

GPS QUE SE DUERME SE LO LLEVA LA CORRIENTE

Hace ya unos días iniciaba con un grupo de compañeros una travesía por el Barranco de la Magdalena, uno de los más salvajes de la Sierra de Castril. Nada más comenzar hicimos un alto a la altura de la Cerrada de la Magdalena para quitarnos algo de ropa y hacer alguna que otra foto de esta brutal hendidura labrada por el trabajo continuo y certero del agua. Cuando fui a colocarme de nuevo la mochila, el GPS, mal enganchado, salio disparado en dirección al río. Un rápido rebote y lo vi irremediablemente perderse volando por el vertical terraplén que nos separaba de las turbulentas aguas provenientes de la Magdalena. Mala suerte. Con poca fe, destrepe hasta el río y con ayuda de unos cuantos compañeros, barrimos la posible zona de caída sin ningún éxito. El torrente se había tragado a mi GPS y, con él, a los “tracks” del recorrido. Gajes del oficio, pensé con intención de consolarme. No quedaba otra que continuar ruta dejando a un lado la seguridad un tanto despótica de los satélites y rescatando de nuestras viejas mochilas eso que en las buenas guías de montaña llaman “intuición montañera”. Así transcurrió un intenso día de montaña a lo largo del agreste Barranco de la Magdalena en el que, como era de esperar, no faltaron bromas sobre el GPS perdido. Como aquella de “GPS que se duerme se lo lleva la corriente” y que he tomado como título de esta entrada. Hace ya mucho tiempo que aprendí que en esta vida, el que no sepa reírse de sí mismo lo lleva claro.
La brutal hendidura de la Cerrada de la Magdalena
El grupo en duro trasiego poe el Barranco de la Magdalena
Al llegar al Collado de la Cruz uno de los integrantes del grupo andaba algo renqueante debido a un ligero tirón muscular que le estaba haciendo la puñeta. Decidimos hacer una parada para reponer fuerzas y tomar una decisión, a ser posible, inteligente sobre cómo afrontar lo que nos quedaba de jornada. Finalmente, y sin dejarnos obnubilar por una sobria cazalla que alguno portaba cual Bálsamo de Fierabrás, resolvimos que la opción más razonable era que nuestro compañero lesionado descendiera acompañado hasta la cercana Cueva del Maestrillo donde podría recuperarse disfrutando de la tranquilidad de ese mágico rincón. El resto encaramos las cortas pero afiladas rampas que nos separaban de El Empanadas donde nos esperaba su tronchado vértice geodésico.
En la cumbre del Empanadas
 
El impresionante panorama desde la Cuerda del Empanadas

El descenso lo hicimos por la larga cuerda que acaba en el Collado del Salistre. La lastimada pierna de nuestro compañero nos obligaba a cambiar los planes de ruta, pero esto es algo que suele ocurrir en la montaña. Así, en lugar de tirar hacia el Puerto de Lézar, descendimos hacia el Maestrillo. Y, cosas de montañeros experimentados, fue precisamente en esta bajada, el único sendero balizado que encontramos en toda la jornada, donde ¿alguno lo adivina? nos despistamos. Es bien sabido que los buenos alpinistas casi nunca nos perdemos, sí acaso, nos desviamos ligeramente del itinerario previsto. Conscientes de nuestra metedura de pata, reculamos y en poco tiempo dimos con el sendero que nos llevó, esta vez sí, cómodamente hasta los nogales del “Maestro Eduardo” bajo los que nos esperaban nuestros dos colegas y un merecido descanso. Al día siguiente dejábamos la Cueva del Maestrillo por el Barranco Túnez. Recorríamos un camino por el que he pasado en infinidad de ocasiones pero de una belleza tan bestial que nunca deja de sorprenderme. En su tramo final dejábamos la senda principal y, tras cruzar el barranco, continuábamos ruta ahora por su margen derecha camino del Collado de las Margaritas. Una serie de sufridos caracoleos y alcanzábamos este paso donde hicimos una breve y casi ineludible parada. Porque su majestuosidad obliga: un prado de fina hierba entre la que asoman timidamente florecillas y con impresionantes panorámicas hacia cualquiera de los puntos cardinales. Sin embargo, por alguna sombría razón, mi mirada tendía a perderse al sur donde destellaban las aguas del Embalse del Portillo. Allí, bajo sus azules aguas, es donde hacía yo a estas horas a mi querido GPS. Bueno, pensaba, tampoco era una mala tumba.
 
Desde el Collado de las Margaritas divisando las azules aguas del Embalse del Portillo, donde hacía yo a mi GPS

Unos frugales bocados y continuábamos por esta impresionante, aunque a veces casi perdida, senda. Un suave aire fresco animaba nuestra marcha, que como leí hace algún tiempo “nada hay tan bueno como el sol y el viento para disipar la insensatez de uno”(1). Con los tajos de la Magdalena ya a nuestra vista, descendíamos siguiendo los sabios zigzagueos de un monumental sendero construido sobre sobrios muros de mampostería. Toda una obra de arte e ingeniería popular. Mirando a tantos ingenieros y arquitectos de nuestros días, titulados “Honoris Causa” de la universidad del “Pelotazo”, a uno le da por pensar si la evolución del género humano va en la dirección correcta. Con paso alegre, la mayoría de nosotros con la mente ya conectada a un grifo de cerveza, llegábamos a la Cerrada de la Magdalena donde el día anterior iniciábamos esta ruta. Mientras una parte del grupo seguía hacia los coches y otra se pegaba un refrescante baño, yo no pude resistirme a echar un último vistazo al lugar donde desaparecía mi GPS. La fe que me guiaba era lo más parecida a la de aquel Alcoyano como decíamos en mi niñez, pero había que hacer el intento final. Jugándome el tipo entre resbalosos bolos, zarzas asesinas y frías aguas de montaña, logré llegar al lugar del siniestro, grabado en mi memoria a sangre y fuego. Entonces, mientras me preparaba para seguir un tramo del arroyo aguas abajo, mi sorpresa se hizo mayúscula al descubrir en el centro de una poza la inconfundible silueta de mi Garmin. Evidentemente, al caer debió quedar atrapado en algún remolino que lo liberó pasado un tiempo hacia aguas más tranquilas. Sin pensármelo, me quité las botas y los pantalones y, como un aguerrido galán de telenovela, me lancé a las frías aguas en rescate de mi GPS. Apenas me cubrían por encima de las rodillas, que todo hay que decirlo, pero estaban heladas, que tampoco hay que restar merito a la hazaña. Una vez fuera del arroyo quedaba la segunda e importante cuestión de evaluar los daños. La pantalla no presentaba desperfectos aparentes, pero había que encenderlo. Nervios. Un día entero bajo el agua es mucho tiempo, pero…¡Coño, funcionaba! Menuda historia, pensaba ¿casualidad o causalidad?¡Uff! Cuestión demasiado peliaguda. Preferí quedarme con aquello tan socorrido de que se me había aparecido la virgen. Amén.
 
Recien rescatado y operativo. Se me apareció la "vilgen"

 (1)Epigramas de Roycroft

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